La vida de Charlie



La vida es extraña, complicada, imposible de entender en muchos casos. Es un regalo que se nos otorga y se nos retira cuando estamos aprendiendo a hacernos con ella.

Nadie sabe con exactitud la fecha en la que se extinguirá la vela que nos mantiene unidos a la existencia, como un hilo tan fino que puede quebrarse en cualquier momento. Pero, ¿y si alguien decidiera por tí? ¿Si alguien tomase la decisión de apagar tu vela quieras o no?

Charlie era un bebé, sin voz ni voto; sin palabra, sin consciencia de lo que ocurría a su alrededor. Nació sano pero con un enemigo dentro de su propio cuerpo que le enfermó al poco de llegar al mundo: el Síndrome de Agotamiento Mitocondrial.

Es una enfermedad sin cura ni esperanza, o al menos eso es lo que la justicia pensó. Sus padres, en cambio, no perdían la fe en alargar la vida del pequeño y paliar los efectos del mal en la medida de lo posible.

Habitualmente los progenitores velan por sus pequeños, por su educación, por su seguridad y su felicidad, sin agentes externos que los juzguen salvo casos extremos. En esta ocasión no fue así.

Se les prohibió decidir qué era lo mejor para su hijo mediante una desgarradora sentencia judicial. Los médicos del hospital dónde Charlie permanecía ingresado consideraban que la mejor opción era desconectar al pequeño, en contra del deseo de sus padres, y la justicia les dio la razón.

Pocas eran las soluciones factibles, pero un tratamiento experimental en EEUU fue el rayo de esperanza al que Connie y Chris, los padres, se aferraban como a un oasis en medio del desierto.

La muerte con dignidad fue el argumento que esgrimían los jueces desde sus púlpitos, mientras la familia luchaba no por que no hubiera dignidad, sino porque no hubiera muerte.

Creo firmemente en la imposibilidad de juzgar los actos que, por amor, hacen otras personas pero en este caso se juzgó y se sentenció. Les miraron a los ojos y una recua de personas que no les conocía a ellos ni a Charlie, que no estaban en su piel desgarrada del dolor, que no sentían el ahogo que implica el sufrimiento continuado, les dijeron que debían dejar ir a Charlie. Que no debían luchar más por la vida de aquel que era parte de sí mismos y cuyo corazón latía al ritmo de los suyos.

Hoy hace cuatro días que Charlie falleció sin haber cumplido los deseos de sus padres. Murió sin que el último cartucho fuese quemado, sin dejarle ir a casa a pasar las últimas horas como un bebé sano y dejando a sus padres el amargor de no haber hecho todo lo posible.

Nuestra condición de humanos nos hace aferrarnos a la vida sin medida, a la nuestra y a la de aquellos a los que amamos. Dejar ir, soltar, es la prueba más difícil a la que nos enfrenta nuestro efímero paso por el mundo. Cuando la ciencia dice que algo es imposible, y la fe que hay que luchar un poco más ¿estamos capacitados para imponer cuál es la opción más correcta?

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