Regatear para vender


El concepto del regateo es algo que llegó a mi vida muy tarde. No fue hasta que comencé a viajar, que me dí cuenta de que hay lugares en los que regatear y hacerlo bien, justa y honestamente, es un arte en sí.
En Londres, mi primer viaje fuera de nuestras fronteras, el propio vendedor me convenció de regatear el precio de la chaqueta de la que me había enamorado pero que se me iba de presupuesto.
Me sentía extraña, confusa e insegura. Con los años, fui aprendiendo a hacerlo de manera más natural.
Fue Estambul donde encontré a los artistas del arte de regatear. Los comerciantes del Gran Bazar no solo lo hacen habitualmente, sino que lo convierten en un juego que atrae a los turistas mucho más que los productos. Entre risas por ambos lados, negociaciones irrisorias y tratos sellados entre promesas de guardar un secreto, que se grita a voces por cada calle, ambas partes ganan.
Cuando volví de nuevo a mi ciudad, sin embargo, jamás se me ha ocurrido iniciar el juego en una tienda de ropa, un supermercado o una cafetería. Entrar en un establecimiento y prometer que solo llevas veinte euros para conseguir algo que cuesta cincuenta, es impensable e incluso maleducado.
Me pregunto entonces, ¿es lícito que en ciertos trabajos, regatear se haya convertido en la tónica, mientras en otros se consideraría una locura?
Algunos, venden productos, otros, servicios. Parece que para los primeros es factible fijar el precio, decidir cuánto cuesta aquello que hacen. Los segundos, en cambio, lo tenemos más complicado.
Cuando lo que vendes es intangible, etéreo, volátil, marcar el precio es complicado. Ofrecer otorgar visibilidad a un negocio, textos persuasivos para una web, o creatividad, nos hace muchas veces susceptibles del regateo más feroz.
Como comprador, no debes perder nunca de vista que pagas porque alguien haga lo que tú no sabes hacer. No pagas a un fontanero por apretar una tuerca. Le pagas por encontrar la tuerca, saber que esa es la que hay que apretar, cuánto apretarla sin romperla y qué herramienta usar.
No pagas a un creativo por el texto. Le pagas por saber qué tono darle al texto, cómo llegar a tus clientes, qué colores usar en el diseño o en qué redes sociales deberías aparecer. Después llega todo lo demás.
No es lo mismo un texto emocional, que conecte con el cliente, que uno técnico en el que debo previamente formarme. Tampoco es igual gestionar una red social, que cinco, ni publicar y olvidarme, que responder a los usuarios y ponerles en el centro de toda la estrategia de comunicación.
Si no lo entiendes, aún más necesitas quién te ayude. Sin embargo, te crees con la potestad de negociar aquello que incluso desconoces.
  • “¿Tanto? Uy, que va! Para esto pensaba pagar máximo 30 euros. Es lo que tenía presupuestado”.
  • “Si me cobras tanto, mejor lo hago yo”.
  • “Hay quién me lo hace por menos de la mitad”.
Las respuestas a los presupuestos son de toda índole aunque (menos mal!) no todas van en ese sentido. Pero las hay, y muchas que buscan regatear a cambio de hacerte el favor de contratarte.
Si has fijado un precio innegociable a tu producto, o si tienes una tienda con las etiquetas de los precios perfectamente colocadas, ¿qué te hace pensar que otro profesional es menos que tú? ¿Te agradaría que despreciasen tu tiempo, tu dedicación y tu profesionalidad, regateando el precio?
No conozco a nadie que venda productos a quién le afecte el regateo como lo hace a aquellos que ofrecemos servicios. Se nos exige mucho más a coste más bajo: más beneficios, más resultados e incluso unas ventas que nunca prometimos que fueran en el lote.
A los copys, los Community Managers, los redactores, los creativos o los diseñadores se nos intenta convencer de que tiremos por tierra nuestros conocimientos y precios, a fin de tener clientes en un mercado que nos necesita tanto como (en ocasiones) nos subestima.
Cuando contratas un texto, una gestión de RRSS o el diseño de una web, no solo pagas por lo que vas a obtener. Hay mucho más.
Si únicamente valoras el resultado final y te dedicas a regatear su coste, tendrás solo aquello por lo que pagas. Una comunicación mediocre, un diseño deslucido o una publicación perdida en el universo de Twitter o Instagram.
Y si, como profesional rebajas tus expectativas económicas, regalas tu trabajo y permites regatear tus precios, únicamente por no perder ese cliente, te devalúas como profesional, denigras el mercado y empoderas a quiénes creen que podrían hacer solos lo que otros hemos luchado por profesionalizar.
Dicen que una correcta gestión de la marca personal, te convierte en alguien mucho menos susceptible de sufrir el constante regateo. Sin embargo, mi experiencia y de otros profesionales a los que he tenido acceso, me dice que todos hemos pasado (o seguimos pasando) por regateos encubiertos de negociaciones.
Me parece que ha llegado el momento de pensar si realmente interesa un cliente que nos valore tan poco como para creer que puede regatearlo todo, caiga quién caiga.
¿Es mejor un cliente que te considera, que te estima como profesional, o cien que se permiten juzgar el valor de tu trabajo, tasar tu tiempo y pagar lo que les sobra?
El regateo no es el arte de perder para que otros ganen. Regatear es un juego de dos. Es divertido, es sencillo, es respetuoso, porque nunca se pierde de vista el objetivo final: que ambos ganen pensando que el otro ha perdido.
Tu vida no es el Gran Bazar, tu negocio no es un mercadillo y tus servicios no pueden sustentarse estando perpetuamente en rebajas.
Siempre hay ajustes, acuerdos que se pueden alcanzar. Eso es negociar, pero si tienes que regatear para vender, ¿qué pasará cuando dejes de hacerlo? ¿Seguirán a tu lado tus clientes si no les permites jugar al juego del que tanto beneficio han obtenido?
Al fin y al cabo, cuando en el trato siempre sales perdiendo, no es un negocio, es caridad.

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