Esclavo de la ira


¿Qué harías si alguien a quién quieres te pidiera que escribieras sobre una de tus actitudes? Si ese rasgo de tu personalidad no fuera uno de los que estás orgullosa, si fuese algo de lo que te avergonzases, ¿lo harías público? ¿Le contarías al mundo tu imperfección? 

Hoy escribo este post porque decidí que sería bueno, que sería quizás terapéutico, pero sobre todo por él. No, no tiene que ver con el mercado laboral, aunque también le afecta. Carece de relación con la actualidad más feroz, pero es un tema perpetuamente de moda.

Soy una persona complicada. Mi toma a tierra está basada en valores, en ideas que me recorren la médula espinal y que, si las arrancase dejaría de vivir. Quizás siguiese respirando y caminando por el mundo, pero no sería yo. Mi esencia se disolvería en un mar de personas, sin que nada hubiese en mí que me hiciera diferente.

Esa escala de valores, basada en la justicia, en la confianza, en la sinceridad, en la amistad, en la fidelidad, en la responsabilidad, en la lucha, es la que me ha llevado a conseguir todo lo que tengo en este mundo, por muy poco que sea. Y también es la que me separa de personas, de metas y de objetivos que aún deseándolos, no consigo alinear con mi esencia.

En mi existencia no hay sitio para esa paz silenciosa, que se calla ante cualquier injusticia, que prefiere mirar hacia otro lado, que es sumisa y agacha la cabeza. Carezco de conocimientos en miles de áreas, pero por defender las que conozco, en las que creo daría mi vida. Por proteger mis valores y mi propio "yo" soy capaz de luchar contra cualquiera hasta el último aliento. 

Y ahí está el problema. En esas personas que me quieren como soy, pero no entienden mi necesidad de preservarme a mi misma por encima de todo.

No me gusta discutir por el placer primario de vencer, pero no huyo nunca de una pelea si eso supone callarme y acatar lo que va contra mi misma. 

Suena feo, lo sé. Porque la sociedad no quiere oírnos, prefiere ese "por la paz un ave maría", que debatir y enfrentar posiciones.

Está repleto el mundo de personas que alardean de no pelear nunca. Parejas tan bien avenidas que se aman sin levantar la voz, sin juzgar al otro, sin enfadarse jamás pero mintiéndose siempre.

Hay compañías dónde todo el mundo es tan feliz que no existe el intercambio de pareceres, porque su organización es tan fuerte que todos bailan al mismo son de manera habitual.

Y estoy yo, que no me creo nada.

En mi mente no cabe que en una empresa no haya nadie que piense diferente, que observe la organización del trabajo y piense "esto podría hacerse mejor". No me creo que todo el mundo vaya a su puesto de trabajo creyendo que es perfecto, sin disentir en ningún momento de sus años laborales de las decisiones empresariales.

Desconfío de las parejas que nunca discuten, de los amigos que siempre ven bien todas mis decisiones, de las manos acariciándome la espalda incluso cuando yo sé que me he equivocado.

Puede ser que mi inherente tendencia a la justicia sea exacerbada, pero también es cierto que sin peleas me callaría mucho más de lo que puedo soportar.

La vida en guerra

Con los (d)años, he aprendido la importancia de colocar a mi carácter un buen bocado cuando explota, tirar de las riendas y echar el freno. Sin embargo, mi naturaleza tiende al caos, no siempre es controlable y por mucho que lo intente a veces me embarco en peleas feroces que me llevan a darle al stop sólo cuando estoy rozando el acantilado.

No. No estoy orgullosa de ello, pero debo aceptar mi personalidad como es mientras intento pulirla. La paz de espíritu suena genial pero no todos estamos destinados a encontrarla (seguramente nadie, en realidad).

La persona que me pidió este post, me preguntó si realmente compensaba. Si merecía la pena que nos hiciéramos daño soltando por la boca dardos envenenados, con el único fin de herir y ganar una contienda. Si ganaba algo dejándome controlar por la ira y haciendo sufrir en la misma medida que yo sufría a la vez.

Tengo claro que la respuesta es que no. No merece la pena el sufrimiento que va cosido a la pelea. Ese dolor que desangra mientras los gritos tratan de acallar el llanto del alma. No compensa perder el foco, dejarse secuestrar por emociones negativas, ver al enemigo en el rostro de quien nos quiere.

Sin embargo, también es cierto que a veces es necesario enfadarse, chillar, discutir. Cuando no nos sentimos comprendidos, cuando se nos ningunea, cuando nos hieren.

Pero no es menos verdad que, casi siempre, nos dejamos guiar por la ira, cuando deberíamos ser capaces de hablar mucho antes de llegar a ella. Y todo, porque pagamos con quién no debemos lo que tenemos que callar con otras personas.

Tus padres no tienen la culpa de que el reloj corra a la velocidad de la luz. Tu hijo no es el responsable de que las facturas se acumulen. Tu pareja nada tiene que ver con que tu trabajo sea un cúmulo de frustraciones.

Pero no puedes pelear con el tiempo, ni cantarle las cuarenta a Iberdrola. Ni enfrentarte a toda una organización empresarial o ponerle a tu jefe los puntos sobre las íes.

En cada discusión que crees ganar contra los que quieres, pierdes un tiempo maravilloso con ellos. Es una lucha de la que nunca sales victorioso.

Aceptar y callar

Por eso en el trabajo la cosa cambia. Porque por mucho que suframos, por muy mal que se hagan las cosas, por muchas horas que metamos, por más que nuestro superior sea un inepto o por injustamente que esté pagado nuestro esfuerzo, hay que aceptar y adaptarse.

¿O no?

La cultura empresarial de este país no beneficia a quienes plantean nuevas maneras de hacer las cosas, no premia al que ve injusticias, peloteos, enchufes y los pone de manifiesto.

Existe una enorme lacra en las organizaciones gracias a perpetuar este modelo de comportamiento, pero es un peso que nadie se atreve a apartar de la balanza por el coste que supondría.

Enfrentarnos a un superior por un valor propio tan interno que ir contra él nos incomoda, es de una valentía que en la mayoría de los casos no nos podemos permitir.

Por eso, nos volvemos cómplices de la situación, callando y otorgando en vez de alzar la voz. Pensamos que nuestra opinión no será tenida en cuenta y que nada cambiará por mucho que pongamos de manifiesto la situación.

Silenciamos el alma a cambio de un salario fijo mientras matamos nuestros valores a golpe de estabilidad. ¿Te imaginas chillando a tu jefe como chillas a tu hijo? ¿Te ves a ti mismo perdiendo los papeles con un compañero como lo harías con tu pareja?

Sería absurdo tener esos comportamientos en tu trabajo, pero si lo es allí ¿por qué no te parece estúpido en tu casa?

Se nos enseña la sumisión, "no te quejes que está la cosa muy mal" , "tienes suerte de tener trabajo" y otras lindezas. Así que nos creemos que es mejor aceptar que discutir.

Por eso yo, como tú, como todos, nos callamos cuando deberíamos hablar y pasamos la cuenta a quienes nada tienen que ver. 

Enterramos nuestra necesidad de pelea, disfrazamos nuestra ira de condescendencia, escondemos nuestro espíritu de justicia y nuestras ansias de mejorar lo que sabemos que está mal y sonreímos dejándonos llevar para seguir girando en la rueda que nos han colocado.

Pero no se puede contener la lava de un volcán eternamente y al final, cuando erupciona, lo hace en el peor momento causando muchas más víctimas, y todas ajenas a la causa inicial de la explosión.

Ya lo decía Aristóteles:
"Cualquiera puede enfadarse, eso es muy fácil. Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y de la forma correcta, eso ciertamente, no resulta tan fácil".

En otros zapatos

Es el silencio lo que nos mata, lo que nos va minando. Es callarnos lo que deberíamos decir y aprender a decirlo de modo que sea escuchado.

Cuando llegamos al enfado nos volvemos esclavos de la ira, discutimos y perdemos la razón, si es que alguna vez la tuvimos. Si fuéramos capaces de hablar, de razonar, de hacerle comprender al otro nuestro modo de pensar, sin forzarle a verlo con nuestras gafas, la cosa cambiaría.

Si tuviésemos el valor de enfrentarnos a la causa real de nuestro enfado, de nuestro agotamiento, a esas injusticias que se nos hacen bola. Si nos conociésemos lo bastante para entender las inseguridades que afloran cuando alguien nos lleva la contraria, el miedo a la pérdida que se nos ancla a las entrañas, las relaciones fluirían sin el peso de agentes externos.

Si fuésemos lo suficientemente empáticos para ponernos en zapatos ajenos, para vernos reflejados en aquel que ahora chilla, para entender que detrás de sus gritos hay más tristeza, frustración, cansancio y pena que enfado en sí, el cuento tendría otro final.

Aprender que mientras tu ira te controla eres su esclavo, su preso y pierdes el control en cada grito. Descubrir que quien te dispara a matar no es la persona a la que quieres, si no una marioneta en manos del enfado y la cólera. Darle la vuelta a la historia y observar con los ojos del otro, es el único truco. 

Pero no. Porque el que grita es el malo, el que pierde los papeles es el loco, el histérico y nada de lo que dice es tenido en cuenta.

El que recibe el chaparrón es el malo, el que no atiende, el que no entiende, el tonto y nada de lo que diga para rebatir es tenido en cuenta.

Y así vamos. Entre quienes gritan y quienes no escuchan, ¿cómo podríamos entendernos?

Por eso si eres trabajador, es la hora de empezar a hablar, aportando, siendo constructivo. Nadie sabrá nunca lo que ven tus ojos si no es tu boca la que lo cuenta. Tu silencio alimenta tu ira y cuando explote jamás dará en la diana.

Pero en ti que eres empresa, jefe, gerente recae la mayor responsabilidad. Es el momento de empezar a escuchar, de propiciar las opiniones. Nadie mejor que tus trabajadores conoce la rutina de tu empresa, los problemas, los malos y buenos rollos que facilitan o entorpecen el trabajo.

Sin embargo, nunca lo sabrás si sigues prestando atención siempre a los mismos, si te niegas a acercarte sin miedo a aquellos que no hablan, no porque no quieran, si no porque han silenciado su voz.

Y tú, ostentes el cargo que ostentes, tú que ante todo eres persona. Que eres pareja, amigo, compañero, hijo, padre. Tú tienes el poder de pararte y pensar si esas discusiones son necesarias. Si te entenderían igual si no chillaras. Si te querrían menos si no estuvieras continuamente enfadado. Si importa tanto tener la razón como para perder a la otra persona. Si es el orgullo lo que te está moviendo, si es el ansia de control lo que te guía. Si callarte donde no debes y explotar con quienes te quieren merece, en definitiva, la pena.

Todo se reduce a ese instante de reflexión en el que sopesar si, realmente, compensa dejar salir a borbotones la lava.

No, no soy perfecta. Y quizás por eso, a veces, defender lo que creo (siento) merece la pena. Pero hay otras muchas en las que, echando cuentas, no me salen los números.

Hay más dolor que enfado en cada pelea. Más frustración que rabia. Más tristeza que ira. Sólo hay que abrir los ojos para verlo, para atender y entender.

La vida cambiaría si aprendiésemos a enfadarnos con quién debemos, cuándo debemos y cómo debemos, pero mientras lo conseguimos es hora de cambiar de vez en cuándo de zapatos. Y caminar.

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